28 marzo 2024

EL RECUERDO QUE CAMBIÓ EL VERANO

Domingo 10 de Enero de 2016.

Una periodista pasaba sus vacaciones con su familia en el balneario donde cayó el rayo y murieron cuatro personas. Pasaron dos años, el dolor sigue. Nico Ellena en el recuerdo de todos los nuevejulienses.

voley

Por Nati Jota (periodista, trabaja en el programa Redes, por ESPN)

Cada enero era ir a Afrika, el balneario de Villa Gesell de la 123. Para nosotros, y tantos otros, el mejor voley de toda la ciudad estaba ahí. Alrededor de esa cancha, que en general se marcaba con una línea en la arena hecha por los propios pies de los jugadores, se armaron amistades que perduraron, amores que seguramente no y algún que otro disturbio en consecuencia de un punto dudoso del partido, que pudo haber terminado hasta en un sillazo, o quizás simplemente en una palmada de “ya fue”. Grandes y chicos, ahí jugaban todos.

Cada año era volver a ver a los mismos, así como a algunos nuevos y a los que hacían varios años que no aparecían. “Sofi vino de novia de nuevo, pero esta vez con otro”. “¡Darío tuvo un hijo!” “Parece que el Turco no viene más porque se peleó posta con el Petiso”. Lo que a mí siempre me fascinó fue el sistema: armabas tu equipo y colgabas una remera de la red. A medida que se iban formando otros equipos, iban colocando sus prendas (porque valía hasta un pañuelo) a continuación de las anteriores. Ganador queda en cancha, perdedor sale y entra el equipo correspondiente a la remera más cercana al palo que sostiene la red. Todo para evitar el típico “¡Ey! Estábamos nosotros”.

Pero como no se deja de ser argentino a pesar de tener un mecanismo genial, existían disputas: una misma persona puso varias remeras para no tener que esperar después de perder, o alguna camisetita atrevida que “sin querer” se coló. Yo jugaba cada tanto, cuando faltaba uno. Me fui haciendo amiga de todos por charlarles después de que perdían, mientras esperaban a volver a entrar y mis hermanas estaban en la cancha. Los días ventosos eran el cuco del balneario, aunque el fanatismo llevaba a intentar jugar al voley de todas formas. Algunos seguían, otros se rendían y se sentaban a jugar al truco al reparo de alguna carpa, o volvían a sentarse con sus familias. Eso, todos iban en familia y en muchos casos jugaban familias enteras.

Como todos los 9 de enero habíamos ido a San Bernardo a festejar el cumpleaños de mi tía. Costaba dejar Afrika, pero como estaba medio nublado y era tradición, lo aceptamos. “Especial para el voley, sin viento”, había comentado mi hermana Luci. La calma previa a la tormenta. No sé si me acuerdo bien cómo me fui enterando. Sé que salí a caminar con mis primas por las playas de San Bernardo recién nublado y escuché el rumor de un rayo en Gesell. Al rato oí que había muertos y ya tuve una sensación extraña que no puedo explicar bien. Un nudo en la garganta y algo más.

Mientras volvíamos, me sonó el celular, era el Colo para confirmar que no estábamos en la playa, y tranquilizarnos al informarnos que él tampoco.

- Pero, ¿fue en Afrika?

- Sí

- ¿Me estás jodiendo?

- No, boluda. Escuché que hay muertos, ¿sabés algo?

- No, cualquier cosa te aviso.

Ahí la angustia me invadió el cuerpo y sentí ese egoísmo inevitable de que por favor a nadie que conociera le hubiera pasado algo. Cuando volvimos al balneario donde estaba mi familia, ahí en San Bernardo, lejos de haber ánimos de cumpleaños me encontré con lo peor: Luci hablando por teléfono quebrada en llanto.

En San Bernardo llovió un poco y salió el sol. Me acuerdo que esa noche me quedé ahí y no soportaba escuchar algunos nombres en televisión. Al parecer, se había largado a llover y se habían metido en las carpas para refugiarse. Había caído un rayo hiriendo a varios y, hasta el momento, matando a tres. Gabriel, un chico que andaba en cuatriciclo. Y después dos del voley: Nico Ellena, el novio de Vicky, de 19 años; y Agustín, de 17 años, de San Luís, hijo de los Irustia.

Al otro día se sumó la muerte de Priscila, una rubiecita también puntana de 16 años, prima de Agustín, de la familia Ochoa, también habitué del balneario. Parte de la familia del voley de Afrika. Como la de Vicky y como la de Agustín.Todos pibitos de mi edad, o más chicos. A quien el día anterior yo les había pasado la pelota, o quizás jugado, o tal vez hecho un chiste.

El 10 de enero volví a Afrika. La quería ver a Vicky, principalmente. No éramos demasiado amigas, solo de los veranos, pero ahí no tenía a nadie entero para dejarse quebrar. Toda su familia estaba destruída: Nico se había ido de vacaciones con ellos. Cuando llegué a la playa quedé impactada. Era el mismo lugar que hacía dos días, pero se respiraba angustia, por más de que el sol estaba en lo más alto. Y el mar... lo primero que me sorprendió, fue eso: cómo el mar estaba más allá de todo, como si ahí no hubiera pasado nada, efusivo y reluciente como siempre, yendo y viniendo, danzando, ajeno.

Después, las cámaras de televisión: de repente era conocido por todo el país ese lugarcito que tantos veranos alegres me había dado y tantas lindas personas me había hecho conocer, pero el motivo era una mierda. No tenían que ser así que lo conocieran. Afrika iba a ser, para siempre, sinónimo de tragedia. Para todo el mundo. No tenía nada que ver con lo que, hasta entonces, había significado para mí.

Después vi la carpa. La maldita carpa que había atraído al rayo. Estaba rota, sin el techo, y tenía unas flores tendidas sobre unas reposeras. Tanto no la pude mirar, porque llegó Vicky, apurada, queriendo ver vaya uno a saber qué cosa. La abracé sin decirle nada, no había nada para decir, solo estar ahí y que ella hiciera lo que quisiera. “No lo puedo creer, no puedo más”, soltó, sin alejarse de mí. Hice fuerza para no llorar y decirle “tranquila”. Cuando uno tiene que contener su angustia porque entiende que el de al lado está todavía peor y necesita un sostén, ahí creo que se crece un poco. Me dijo algo de que había quedado medio sorda de un oído; ella también estaba en la playa y había resultado herida y hasta internada, pero leve.

Al rato llegó su papá, el Pelado, el tipo más alegre y jodón de Afrika. Entró caminando con seriedad, lo saludé, y al rato se desarmó en un abrazo arriba de mi viejo. Ellos, que su relación pasaba simplemente por hacerse unos chistes a los gritos, de sombrilla a sombrilla. Es que ahí, en la costa, de vacaciones; no tenían a nadie. Por eso estábamos nosotros. La gran familia de Afrika. Los que quedábamos.

De mi familia, la que peor estaba era Luci. Tenía edad más cercana a Priscila y Agustín y jugaba seguido con ellos. Recién después de la noticia de su muerte me confesó que le gustaba el pibito y que esa noche, la del nueve, la del día del rayo, habían quedado en salir. Esa cita que nunca fue la habrá vivido cientos de veces en su cabeza, como una película que nunca se estrenó, con desenlaces diversos, pero seguro que todos terminaban con un beso. “Yo sé que no lo va a leer nunca, pero igual le escribí algunas cosas por whatsapp”, me dijo. Los mensajes quedaron para siempre con un solo tick, pero yo estoy segura de que de alguna manera le llegó, así como le llega al marido de la viejita que habla “sola” en una tumba en un cementerio.

A los pocos días el balneario volvió a funcionar, pero la mayoría de las caras que ahora ocupaban la cancha de voley eran desconocidas. Los otros todavía no podíamos hacer como si nada. Tres familias de todos los días ya no estaban. Y no porque se volvían y nos saludaron “hasta el año que viene”, con una sonrisa, como los anteriores eneros. Se les había muerto un hijo y seguramente (y así fue) no querrían volver a pisar esa playa nunca más en sus vidas.

Para algunos, Afrika nunca volvió a ser lo mismo. Para otros más cercanos, la vida jamás logró ni logrará ser igual. Para cuatro, simplemente nada volvió a ser. O no se sabe bien. Lo que sí, en Áfrika seguirán jugando al voley (y el sistema seguirá siendo fantástico); Gesell continuará siendo destino turístico de miles de familias y grupos de pibes; y el mar… el mar va a estar siempre ahí, indiferente e imperturbable, pase lo que pase, sea nada o sea “todo”. Demostrándonos lo poco que es nuestro “todo” al lado de la infinidad de la naturaleza, sea el mar o una tormenta eléctrica.